Gritar es una manera de descargarse que fomenta inseguridad en los chicos. Cómo lograr un cambio en esos momentos de impaciencia.
Un bebé pequeño transmite tanta ternura que difícilmente el cansancio de la mamá y su malhumor se descarguen sobre él en la forma de un grito. Pero, a medida que el bebé crece, la distancia puede perderse y algunas mamás, en el colmo de su agobio, terminan por descargarse con gritos. “Yo soy re-gritona”, reconoce Maia, mamá de Lucas y Santiago. Y lo mismo agregan, en reunión, Marisol, Marcela y Marianela… ¿Un mal que afecta a las madres cuyo nombre empieza con “M”? ¡De ningún modo! La verdad es que la mayoría de las mujeres confiesa que los hijos les hacen perder la paciencia. Y no se habla tanto de los papás no por virtud sino porque suelen tener menos tiempo de “exposición” con los chicos. La cuestión se alivia si se puede reflexionar por qué ocurre y cómo se manifiesta esa impaciencia.
Ante todo, la mamá -como también el papá- tiene que reconocer cuando se encuentra sin control. Algunas veces ocurre que a pesar de esto siguen adelante como si no pudieran evitarlo. Sin embargo, hay que pensar en las consecuencias desagradables que deja el grito enérgico tanto en el niño pequeño como en el propio adulto. Seguramente, recuperada la calma, se siente una especie de remordimiento y la seguridad de haberse excedido. Por eso, cuando se está bajo el impulso, hay que procurar alejarse de la escena por un rato y retomar la cuestión luego. Otra forma es alternar el puesto con el cónyuge, sin esperar que lleguen los momentos de mayor impaciencia.
Una cuestión adicional es comprender qué significa el grito. Es una reacción poco aceptada en el adulto, precisamente porque habla de una incapacidad -circunstancial- para expresar el enojo o los límites de maneras más adecuadas. Los niños gritan, patalean, lloran o molestan porque no conocen todavía modos verbales suficientes para hacer saber lo que les ocurre: tienen hambre y lloran; tienen sueño y se ponen fastidiosos. Pero el adulto sí es capaz de examinar y detectar qué le está afectando. El cansancio, el enojo con otro adulto, un fracaso, una incertidumbre… son todas circunstancias habituales que afectan las relaciones interpersonales. Cuánto más un vínculo tan íntimo y demandante como es el de las mamás con los hijos pequeños. Pero esa dificultad no impide reflexionar. Por eso, ante un desborde de impaciencia, la mamá debería separar las situaciones y medir cuánto de ese grito lanzado a los chiquitos realmente se debe a ellos. Si sirve, el primer “consejo” es ese: separarse (físicamente incluso) de la situación y tomar unos minutos para explorar la causa real de la impaciencia. Muy frecuentemente, es el mismo cansancio y la falta de compensaciones personales, como salir a tomar un café o dar una vuelta.
Cómo dirigirse a los chicos cuando se han portado mal
Es natural que mamá esté enojada, y el grito es una manera de expresarlo. Sin embargo, habrá que medir el volumen en cada situación y con cada niño. No todas sus conductas admiten el mismo nivel de enojo ni todos los hermanos necesitan una voz enérgica para obedecer. Asimismo, la costumbre de levantar la voz hará que los chicos pierdan la confianza en el contenido que se esconde bajo el grito. Y si éste ya no funciona, ¿qué viene después? Una mamá que se altera sistemáticamente ante la indisciplina, podría pasar luego a niveles de castigo peores que gritar.
Para evitar llegar a tanta impaciencia es útil pensar lo siguiente:
-La disciplina -la distinción entre lo que está bien y lo que está mal- es buena y necesaria. Pero los límites eficaces no son aquellos que se marcan de manera rígida e inflexible ni tampoco de manera permisiva. La primera produce chicos sumisos e incapaces de autocontrol cuando no están los padres para ponerles ese límite. Los padres demasiado permisivos, que consienten a los hijos desde pequeños, no los ayudan a enfrentarse al mundo real. En ambos casos, los chicos no se sienten queridos.
-Una disciplina más constructiva es la que fija límites justos y los hace respetar con firmeza, en todas las ocasiones, pero con amor: dando al hijo la certeza de que se lo acepta como persona, aunque el se haya portado mal en esa ocasión.
-Los niños necesitan límites. No pueden, como el adulto, controlar sus propios impulsos. Ahora bien, cuáles son los límites que se van a fijar dependerá de un orden de prioridades: no se debería adoptar una actitud de exigencia permanente. En algunos hogares, comer en cualquier parte no está permitido; en otros, no se puede tocar la mesa de trabajo de papá o mamá. Lo importante es dejar clara la regla y mantenerla.
-Es adecuado enseñar a los chicos normas de cortesía desde pequeños y a compartir y respetar las cosas de los demás. Esto hará más fácil continuar la crianza en los años venideros. Por eso, no hay que caer en la tentación de consentir al pequeño bebé que nos sonríe luego de una “diablura”, o incluso al que empieza a llorar ante el primer “no”. Hay que mantenerse firme.
-No olvidar que una mala conducta no define a un niño como “malo”. Los pequeños no tiran un vaso de agua por maldad. Están aprendiendo el mundo por vía de la experimentación. Entonces, consecuencias que son “terribles” para un adulto (por ejemplo, una hoja de trabajo empapada) pueden tener una causa verdaderamente accidental (o no tanto, si la mamá la dejó sin vigilancia y al alcance del chico). Es lógico el malhumor, pero no siempre el niño es el único responsable.
-Por lo mismo que se dijo, hay que eliminar reproches que tiendan a definir al niño como malo: cambiar por frases que sólo aludan al acto concreto: “está mal tirar el pelo al amiguito”, y no decir “fuiste malo con él”. Un chico que escucha frecuentemente un juicio negativo sobre su persona (y no sobre acciones individuales y aisladas) puede terminar “cumpliendo” con ese rótulo que se le colocó.
Hay, sin duda, muchas instancias previas antes de llegar al enojo más radical o al grito. Si el primer “no” no funciona, puede ser seguido de una acción como apartar al niño de la situación. Si es necesario, puede llevárselo a otro espacio de la casa, como su cuarto, pero sin cerrarle la puerta. Si se trata de un bebé pequeño, se olvidará rápidamente de lo que tenía ante la vista. Distraerlo con otro juguete o una canción -o un relato cuando es mayorcito- pueden ser recursos muy efectivos para calmar al bebé y, en consecuencia, calmarse uno mismo. Poner música puede ayudarlos a todos.
Sin cargarse con una culpa excesiva ante un desborde de impaciencia eventual, pero con la certeza de que todos podemos mejorar como padres, es útil pensar que antes de poder poner límites a un niño, es necesario que el adulto pueda ponerse límites a sí mismo.
Desde | Mamashelp.
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