Niños inteligentes que parecen no entender, distraídos, aburridos, que no prestan atención y fracasan en sus aprendizajes. Niños menos dotados que generan recursos que les permiten lograr mejores rendimientos. Parecen contradicciones de fábula, pero las encontramos en la realidad de las aulas.
Se cree comúnmente que el aprendizaje se refiere sólo a operaciones intelectuales, aparentemente alejadas de toda carga afectiva, sin advertir que la disponibilidad para el aprendizaje tiene relación con la presencia de un deseo que motoriza y se concreta con el potencial intelectual.
En los primeros años de vida, la curiosidad natural que lo lleva a hacer preguntas, el gusto por el descubrimiento y el placer de la exploración, son expresiones del deseo de saber que habita al niño. A través del juego, se inicia en una forma de aprendizaje que lo predispone al conocimiento. Saber produce placer y el niño está preparado para disfrutarlo.
El aprendizaje es un proceso singular, complejo, habitado por un deseo que lo lleva a elegir aquellos objetos con los que va construyendo su mundo y a desechar otros.
Para que un niño pueda aprender es esencial que desee hacerlo. Y no se puede obligar a desear, dependerá de su posición frente al saber.
En el medio familiar, cuando les gusta hablar, leer, discutir, cuando se genera una buena calidad de intercambios verbales y afectivos durante los primeros años del niño, donde lo cotidiano se vincula como aprendizaje lúdico, ellos serán estímulos intelectuales que le permitirán abordar naturalmente los primeros aprendizajes escolares.
Cuando el saber tiene el brillo de un objeto deseado para los padres, no hay necesidad de ‘hacer’ ni imponer nada, el niño lo incorporará naturalmente. No se puede obligar a desear, pero sí mostrar el propio deseo.
Por | Aurora Kochi
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